La
sociedad salvadoreña carga con un sinnúmero de problemas —económicos, sociales,
ambientales—, unos más complejos que otros. Todos ellos, en su conjunto, hacen
que tanto la vida individual como la convivencia colectiva sean sumamente
difíciles. No hay que hacerse
ilusiones: los problemas que agobian a los salvadoreños no pueden ser superados
de una sola vez ni en el mediano o corto plazo.
En contra de los maximalismos del todo o nada, hay que apostar por
soluciones inmediatas a problemas que afectan directamente la convivencia
cotidiana, aunque en ellos no se jueguen aspectos “estructurales”.
El problema del transporte colectivo: ¿qué hacer?
El
problema del transporte público es uno de tantos que debe ser puesto en la lista
de prioridades. Y es que la vida de miles de personas —no sólo usuarios del
servicio— mejoraría considerablemente si ese problema fuera enfrentado y
resuelto como es debido. ¿Por dónde comenzar? Pues bien, quizás lo primero que
haya que hacer es reconocer que el sistema de transporte público —por las
prácticas y vicios que le son consustanciales en la actualidad— es un foco de
tensión social, violencia, contaminación y caos.
Este
debería ser el supuesto básico desde el cual habría que enfrentarse al problema, de una forma
distinta a la que usualmente se ha seguido y que se caracteriza por lo
siguiente: a) por la politización de las discusiones (y de las
decisiones) en torno al sector y b) por el otorgamiento de beneficios de diversa
naturaleza a los empresarios del transporte público (buseros y microbuseros). Al
politizar el problema, tanto desde el
Ejecutivo como desde la Asamblea Legislativa, se han salvaguardado intereses
particulares, perdiendo de vista el bienestar de la mayoría de ciudadanos. Al otorgar privilegios de todo tipo a los
empresarios no sólo se ha aumentado su capacidad de chantaje, sino que se les ha hecho creer que su poder los hace
intocables, que la legalidad es algo que no va con ellos.
Son
dos los requisitos indiscutibles para avanzar en la solución del transporte
colectivo: ni politización, ni otorgamiento de beneficios indebidos a
empresarios. Ciertamente, no basta con eso. Y es que se tienen que dar otros
pasos adicionales.
En
primer lugar, se deben eliminar los
privilegios conquistados por los empresarios del transporte colectivo, mediante
la corrupción, el chantaje y el abuso.
Son esos privilegios los que han llevado a que no sólo calles y avenidas
estén saturadas de unidades, sino también a que sus conductores impongan su ley
en aquéllas.
En
segundo lugar, se debe dejar de ver el problema del transporte colectivo como un
asunto de reemplazo de unidades viejas por nuevas o como un asunto de incremento
o no del pasaje para los usuarios. No es que ambas cosas no sean importantes,
pero al reducir la discusión a esos dos aspectos se pierden de vista otros
aspectos no menos relevantes. Por ejemplo, el excesivo número de unidades de
buses y microbuses en determinadas zonas de las principales ciudades —sin duda,
el centro de San Salvador es el caso extremo de esta situación—, mientras que
existen zonas del interior del país donde el transporte colectivo es
insuficiente. De poco sirve contar con unidades nuevas, si ellas van a estar
concentradas en las zonas de siempre, ocupando el espacio público, contaminando,
consumiendo combustible gratuitamente y generando tensiones sociales
innecesarias. En la misma línea, de poco sirve contar con un parque de unidades
nuevas si quienes las van a conducir son los delincuentes en potencia de
siempre, es decir, unos conductores acostumbrados a violentar la dignidad de los
usuarios y peatones, sin que nadie ponga un alto a sus abusos.
Finalmente,
se debe dejar de ver el problema como un asunto que debe ser “negociado” entre
el gobierno y los empresarios del transporte.
El gobierno, como principal responsable del bienestar de la sociedad, es
el que debe elaborar un plan de reestructuración del sistema de transporte
público —que contemple desde el reemplazo de las unidades, pasando por la
redistribución de las rutas en todas las zonas del país, hasta el comportamiento
de los conductores— al cual los empresarios deben adaptarse, si quieren seguir
ganándose la vida ofreciendo ese servicio. Por supuesto que el gobierno debe
prestar atención a distintos sectores de la sociedad para diseñar y poner en
marcha un plan de esa naturaleza. Entre esos actores, los empresarios del
transporte colectivo serían una voz más, entre otras, no la única ni la
principal. Tampoco la voz más importante sería la de los empresarios vinculados
a las distribuidoras de vehículos o a los grandes centros comerciales, cuyos
intereses hacen parte del problema, pero también —si se despojan de la
mezquindad que los caracteriza— lo pueden ser de la solución.